La idea de quitarse la vida se avecina como vientos enrachados. También en las últimas tenues ondas dentro del ojo lago de nuestra existencia.
Esa intensión o propósito se manifiesta desde la edad temprana como si uno hubiese llegado al mundo ya con un disgusto inexplicable.
El disgusto inexplicable, la incomodidad de habitar el planeta y la porción de tierra que tocó habitar genera preguntas, cuestionamientos. Detona a veces la sed del conocimiento con el irracional fin de conocer las respuestas.
Luego resulta que las respuestas son insuficientes. El conocimiento más profundo revela la oscuridad cegadora del ser: existen razones que podrían justificar o hacer razonable el motivo de vivir en la Tierra. Y al mismo tiempo, contradictoriamente, abrazadoramente en su contradicción, como un mismo concepto, pre-lingüístico, pre-histórico, la razón última y primera es que no hay ninguna razón.
Clavarse en este enigma conduce a un desequilibrio que puede sobrellevarse o que ahonda en la desesperación de no saber y de no creer las razones que se han hallado para intentar explicar la dificultad que implica habituarse a vivir: el callejón sin salida.
Un ser que se quita la vida tiene tal fuego interior, se ha venido consumiendo a tal grado que respirar se hace intolerable.
El ser que se quita la vida no lo hace porque no quiera a la vida, lo hace porque no la comprende. Es la respuesta irreversible. La desesperación.
Hay suicidios ejemplares.
Cuando se nubla la vida, cuando la pesadez y el hastío es insoportable nada se puede hacer, nada se puede pensar. Hace erupción dentro de nosotros un volcán que se torna huracán de fuego. No hay manera de detenerlo. A veces siento que es admirable la resistencia de quienes atraviesan esas tempestades y arriban a un nuevo día.
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Eres un lunático con pensamiento, GRACIAS.